domingo, 29 de mayo de 2011

ACTIVIDAD 4. LECTURA DE LA CRÓNICA


Realiza la lectura de la crónica de Carlos Monsiváis sobre el terremoto del 19 de septiembre de 1985, a partir de la misma identifica mediante la elaboración de un escrito donde identificaras ampliamente los siguientes puntos:
1.- Cómo actuó el individuo frente al fenómeno que afectó a su comunidad.
2- Cuáles fueron los sentimientos que surgieron en los individuos para con la comunidad afectada.
3.- En qué aspectos del suceso se percibe la complementariedad del ser humano.
Envía el escrito por correo electrónico a 5 de tus compañeros y a tu asesor para ser evaluado.
                        Noticiero II. Los voluntarios.
En la mañana del 19 de septiembre, apenas transcurrida la primera oleada de pánico, la gente
interviene subsanando las limitaciones gubernamentales. Salen a flote las debilidades orgánicas del
gobierno, la primera de las cuales es su incapacidad de previsión. De cualquier modo, la violencia del sismo estan desmedida que todo lo rebasa. (El viernes 20 de septiembre, el Presidente de la República afirma en su
mensaje por televisión: “La verdad es que frente a un terremoto de esta magnitud, no contamos con los elementos suficientes para afrontar el siniestro con rapidez, con suficiencia”.) A las diez de la mañana, el licenciado Miguel de la Madrid hace un llamado al pueblo de México “para que todos hagan lo que tienen que hacer, que cuiden sus intereses y auxilien a sus semejantes. Que todos vayan a sus casas”. El jueves 19 y viernes 20 lo dicen los altos funcionarios y lo repiten cada tres minutos los locutores de radio y televisión: “No salgan de sus casas, quédense allí, ¿a qué van a los sitios del desastre? No contribuyan a la confusión. No se muevan”. Si se atiende al llamado, a la catástrofe la hubiesen reforzado las sensaciones generales de derrota. En lugar de esto, el impulso humanitario se convierte en decisión civil, y desoyendo la solicitud gubernamental de reclusión, la gente se aboca a las tareas de hormiga, aprovisiona albergues, organiza la ayuda, recompone considerablemente la fluidez citadina. Esto salva vidas, compensa psicológicamente a la población y hace posible la comprensión colectiva de los alcances de toda índole del terremoto, de otra manera dependiente en altísimo grado —en un país donde se lee tan poco — de las perversiones del rumor y de las argucias de la televisión privada y, en mucho menor medida, de la
televisión estatal. El reordenamiento citadino se da de modo inesperado. En barrios y en escuelas se forman
espontáneamente brigadas de adolescentes y jóvenes, en un insólito encuentro de clases. Chavos-banda y
estudiantes de la Universidad Anáhuac, jóvenes de las colonias populares y estudiantes de la UNAM y de la
Universidad Iberoamericana, se sumergen en las tareas de ayuda, aprovechan las instalaciones del CREA,
improvisan refugios y albergues. Los vecinos acordonan los sitios en ruinas y las amas de casa preparan comida, pero lo más inesperado y llamativo es la intervención de los jóvenes: dirigen el tránsito, toman medidas contra posibles saqueos, van de un lado a otro consiguiendo víveres, se apostan en el aeropuerto esperando la ayuda de afuera, contribuyen a la búsqueda de familiares y amigos. El voluntariado juvenil se consigue marros, palos, barretas, palas, “patas de cabra”, zapapicos. Hay demandas de herramientas y los particulares las compran en tlapalerías, las buscan en sus casas, las piden prestadas. Con uñas y dedos se cavan hoyos por donde sólo pasa el cuerpo. Un grito se extiende: “¡Aguanten! ¡Vamos por ustedes!” Aparecen los “topos”, la especie instantánea, que cavan en condiciones de extrema dificultad, extraen a los cuerpos en descomposición arrastrándose durante horas por pasillos improvisados, aprenden a cortar y usar el soplete, desprecian las reclamaciones de burgueses sólo ansiosos de rescatar sus cajas fuertes. Se llega a los lugares desorganizadamente, sin recursos, sin ideas de los métodos de salvamento, y mucho se resuelve sobre la marcha, y mucho no se resuelve jamás. ¿Qué hace falta en este edificio? Cuerdas, cinceles, palas, cubetas, gatos hidráulicos, linternas, martillos de carpintero, desarmadores. Hay que ver en la oscuridad. Consíganse tapabocas en las farmacias, empápense en vinagre paliacates. Una prevención constante: “No prendan cerillos, no fumen”. Se instalan donde se puede puestos de socorro, las enfermeras improvisadas se convierten en psicólogas, miles de médicos se ofrecen como voluntarios.
El trabajo es incesante, entre órdenes y contraórdenes, gritos de desesperación, solicitaciones (“un voluntario
delgadito por aquí”), pleitos con los soldados que vigilan los cordones, llanto y desesperación de familiares que esperan sin moverse días enteros. En algunos sitios hay batallas al extraer los cuerpos por los que se paga recompensa (algunas familias ofrecen medio millón o un millón de pesos por la extracción de un cuerpo). Hay saqueos pero en el conjunto la rapiña es un hecho menor.
Crónica II. La devoción por la vida
Así sean muy semejantes, los relatos de los voluntarios transparentan la benéfica diversidad —inesperada— de grupos sociales y tipos humanos unidos por el aprecio a la vida. Antes del 19 de septiembre, la frase anterior se habría calificado de “retórica”; en las semanas del terremoto, su solidez deriva de hazañas, resistencia cívica, movilizaciones, la angustia del rescate convertida en parábola humanista. El dolor personal y social, la tristeza ante los muertos y las tragedias, la indignación ante la corrupción de siglos y el saqueo cotidiano, se despliegan en
medio de un paisaje insólito, el de la ayuda desinteresada.
      Desde la mañana del 19 de septiembre, los voluntarios hacen de la solidaridad un arma óptima de
creación de nuevos espacios civiles. Un esfuerzo sin precedentes (en un momento dado, más de un millón de personas empeñadas, en distintos niveles, en labores de rescate y organización ciudadana) es acción épica ciertamente, y es un catálogo de demandas presentadas con la mayor dignidad.
Urgen ya en las ciudades organizaciones autónomas, democratización, políticas a largo plazo, proyectos de
racionalidad administrativa.
Durante un breve periodo, la sociedad se torna comunidad, y esto, con los escepticismos y decepciones adjuntas, ya es un hecho definitivo. Si, necesariamente, tal vehemencia se disuelve en un periodo breve, las lecciones perduran.
La primera y más decisiva respuesta al terremoto es de índole moral. Forzosa y compulsivamente, el instinto de continuidad se fragmenta en decenas de miles de acciones, avivadas por el deseo del rescate, del atenuamiento de la violencia natural, de la puntualidad del individuo que acompaña en su desesperación a las multitudes.
Provista de un notable sentido del deber, una nueva generación se incorpora a las tareas urbanas. Son
estudiantes universitarios y obreros, desempleados y alumnos de los Colegios de Bachilleres, de las preparatorias,
de los Colegios de Ciencias y Humanidades, de las Vocacionales, de las escuelas técnicas. Han crecido
sometidos al consumismo, a la inhabilitación ciudadana, al reduccionismo de las visiones ideológicas que ven en la juventud un campo del domesticamiento y la banalidad. Se les ofrece de pronto una elección moral y la
asumen, una oportunidad de acción organizada y la aprovechan. No se consideran héroes, pero se sienten
incorporados al heroísmo de la tribu, del barrio, de la banda, del grupo espontáneamente formado, de la ciudad política y civil. Salvar vidas, prestar auxilio, darle a la ayuda la forma de una presencia constante, insomne. El imperativo ético encarna de modos inesperados y vigorosos. En apenas cuatro o cinco horas, se conforma una “sociedad de los escombros” que, angustiada y generosa, no se somete a las dilaciones burocráticas, guiada en su invención fulgurante de técnicas por la obsesión de hurtarle vidas a la catástrofe. Los contingentes desesperados se vuelven un asomo (vigorosísimo) de sociedad civil al descubrirse las potencialidades de las (el orden de la ciudad garantizado y más de 1 500 vidas salvadas). Cada persona que se extrae de los túneles y los hoyos es epopeya compartida unánimemente. Nunca en la capital han sucedido fenómenos tan dramáticos ni respuestas tan emocionadas. Al resistir las órdenes de parálisis contemplativa, al hacer de la “desobediencia civil” el motor de la acción, las decenas de miles de voluntarios algo y mucho expresan a lo largo de días y noches en vela: la solidaridad es también urgencia de participación en los asuntos de todos. Lo primero es domeñar las sensaciones de horror y de impotencia, abrazar difuntos a lo largo de los corredores que conducen a la salida, juntar brazos y piernas desperdigados, ver morir a quienes ya nadie puede auxiliar, oír historias estremecedoras y asimilarlas desde la compasión y la ayuda activa. En los túneles improvisados, el topo se despoja de tapabocas o de mascarillas con tal de oler y localizar a los muertos, atiende con cuidado a los cadáveres para que no se deshagan. Parte de la eficacia deriva del respeto a la vida y del respeto a los cuerpos, que deben ser entregados a las familias, que deben protegerse de las precipitaciones de los conductores de bulldozers. El voluntario domeña el miedo, lo distribuye convenientemente entre las sensaciones de su nueva conciencia laboral. El voluntario pertenece de lleno a su grupo o brigada, desde el casco y la banda adhesiva, desde la indiferencia ante el cansancio y la pérdida de sueño. Luego de medio siglo de ausencia, aparecen en la capital los ciudadanos, los portadores de derechos y deberes. Enlazados por formas organizativas antiguas y novedosas, vecinos y brigadas se consideran a sí mismos “mexicanos preocupados por otros semejantes”, nacionalistas humanitarios, cristianos fuera de los templos, o simplemente vecinos que saben responder-a-lahora- buena.
  Gracias a esto, se crean sobre la marcha instancias organizativas que trascienden, por el vigor de las circunstancias, a instituciones oficiales, a partidos políticos, a la Iglesia y a la gran mayoría de los grupos existentes. La súbita revelación de estas capacidades individuales y sociales modifica ética y cívicamente a la capital en franca oposición a las leyes que divulga (creyéndolas) el Estado paternalista que nunca reconoce la mayoría de edad de sus pupilos.
Tomado de Cuadernos Políticos, número 45, México, D.F., ed. Era, enero-marzo de 1986, pp. 11-24.
Carlos Monsiváis
El día del derrumbe y las semanas de la comunidad
(De noticieros y de crónicas)        
   Después del terremoto de México, del 19 de setiembre de 1985, el periodista y escritor Carlos Monsiváis escribió una crónica:
...”En respuesta ante las víctimas, la ciudad de México conoció una toma de poderes de las más nobles de su historia, que trascendió con mucho los límites de la mera solidaridad, la conversión de un pueblo en gobierno y del desorden oficial en orden civil. Democracia puede ser, también, la importanci súbita de cadapersona”.                                                                                                              

No hay comentarios:

Publicar un comentario